Estoy en un tren rumbo a Gijón. A la noche me encuentro con Mechi y Gra. Son amigas históricas, de la primaria, y desde hace algunos años, vivimos las tres en Madrid. Reencontrarme con ellas fue una de esas sorpresas alegres que tiene la vida y fue también hacernos amigas de nuevo. Volvió a suceder la magia de elegirnos, redescubrir gustos, tiempos, formas. Mucha de la arenilla que había, la típica en vínculos de larga data, se disolvió. Hay pocas personas con las que puedo sentirme tan arropada, sin la necesidad de ir entre algodones, así que celebro esta coincidencia en tiempo y espacio. Todos los años buscamos una excusa (ahora ya ni eso) para hacer una escapada. Puede ser un cumpleaños, la despedida de soltera de una, la visita de alguien más. La consigna es simple: hacer un hueco en las agenda y pasar tiempo juntas, salir a caminar, vernos estar. Me gusta esta costumbre que adoptamos. Me gusta defenderla y arengarla. Sueño con llegar a viejas y reírnos de las mismas anécdotas. Con suerte, crear nuevas.
Mechi está embarazada. Adentro suyo crece un niño. Se mueve en su caldo fértil y hace presencia con pataditas que ya notamos quienes estamos del otro lado de la piel. Es un niño anhelado. Tengo muchas ganas de conocerlo y descubrir su carácter, jugar a ser su tía, ver a mi amiga siendo madre, tomada por algo más grande que su propia voluntad. Todo esto me desarma de ternura y a la vez me deja pasmada. ¿Cómo es que ella, la que compraba vodka conmigo en la adolescencia, va a ser mamá? Ella que vio mi primer beso, con la que hablábamos de sexo mucho antes de ni siquiera acercarnos a la experiencia. ¿No somos todavía esas? ¿Un poco adolescentes?
Me acuerdo del día en que nos contó. Estábamos las tres en mi casa e inmediatamente a Gra se le llenaron los ojos de lágrimas. Gritó. Yo me quedé quieta. Había interpretado muy rápido de qué se trataba esa imagen ecográfica y sentí que debía esperar a intentar dilucidar el curso de mis propias emociones. Qué egoísta. Estaba feliz por mi amiga, sí. Estaba contenta de que se diera lo que soñaba, sí. ¿Y entonces por qué no podía reaccionar? La abracé y al instante me puse a llorar. Me sobrevino una angustia que me tomó el cuerpo entero. Los lagrimones mojaban el sofá y Mechi me consolaba a mí. Yo le decía que perdón, que no entendía del todo qué me pasaba, que qué vergüenza. Era incapaz de celebrar del todo y tenía un protagonismo que me incomodaba. A los días la llamé para disculparme.
Sé que esta escena podría haber estado en Envidiosa, la serie de Netflix protagonizada por Griselda Siciliani, en la que una mujer que llega a los cuarenta, soltera y sin hijos, piensa que las cuentas para armar todo eso que soñó no le dan. Yo no siento envidia de mis amigas (por lo menos, no en este tema), ni sé si esto es lo que soñé, pero sí tengo la sensación de estar llegando tarde a todos lados. Siento algo que se parece a la pena, a la incertidumbre, un poco al fracaso.
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Estamos en Gijón, tomamos un tren y recorremos Oviedo, comemos un queso bárbaro y bebemos sidra. Repito constantemente que estamos viejas. Mis amigas se ríen: “hablá por vos”. Yo busco los rastros en mi cuerpo que confirmen que ya no hay nada para hacer, me miro en el espejo, me saco fotos obsesivamente buscando signos de juventud y de una belleza que no conozco, hago poses, quiero ser gustada. Soy una ridícula.
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El capitalismo ofrece todo tipo de cosas para dar la ilusión de que el tiempo deja de correr en nuestros cuerpos. Bótox, lipoaspiraciones, hilos que sujetan hacia arriba y después de una larga fila de etcéteras llega para las mujeres la criopreservación de ovocitos. Hace dos años mi ginecóloga me preguntó si consideraba hacerlo y le aseguré que no. En ese momento pensaba que “sería lo que tuviera que ser”, confiaba en el destino, supongo. Hoy no sé si confío mucho en nada y estoy por empezar a pincharme con una hormona que estimula mis ovarios para intentar (después de pagar muchísimo dinero) congelar el tiempo de mi fertilidad. Decidí que era lo único que podía hacer para no llorar por mí si una amiga me contaba que estaba embarazada: tener una ilusión de control.
Tengo miedo. Hay una lista de cosas horribles que me pueden pasar por más que la experta del lugar rosa y con imágenes de bebés regordetes me haga creer que no. Tengo miedo de que algo salga mal y tengo miedo de estar haciendo esto porque creo que es lo “que tengo que hacer”. Me cuesta descifrar el idioma de mis deseos entre tanto bien de consumo.
Suena horrible (y lo es), pero pagar es la forma que encontré para intentar tranquilizarme. Para salir de la presión de llegar tarde y hacer cuentas con conocer a alguien, coincidir en tiempo y espacio, objetivos, formar una pareja, ver si funciona, buscar un hijo, esperar a que llegue. Y quizás, lo más angustiante es que esto no es solo una cuestión de proyecto de familia, es la carrera, los amigos, la promesa de una felicidad sostenida y compacta, de que es ahora o nunca, como si no se pudiera redireccionar, como si no cupieran mil vidas en una. No sé si es lo que deseo, pero, aun así, quiero asegurarme, porque si hay algo que el capitalismo quiere que crea es que nunca, pero nunca, se puede perder.
Un beso, un abrazo, un cariño. Un te quiero